Me encuentro en Bodhgaya, tras pasar una semana en Benarés donde viví
grandes aventuras y caí enfermo y me volví a recuperar como si nada.
Pero antes de todo eso, hay que contar historias meditativas.
Tras dejar
Kathmandu me dirigí a
Lumbini, en el sur de Nepal, junto a la frontera con India.
En este lugar nació hace 2.500 años
Siddharta Guatama, el
buda.
Las ruinas de su palacio fueron redescubiertas hace algo menos de medio
siglo gracias a unas excavaciones arqueológicas que sacaron a la luz
unas inscripciones esculpidas en un pilar y que indicaban el lugar
exacto del nacimiento. A partir del descubrimiento las naciones budistas
del mundo fueron invitadas por Nepal y la ONU a construir allí sus
templos y monasterios.
En Lumbini pueblo alquilé una superincómoda bicicleta y visité el lugar
que exhala tranquilidad y espiritualidad por un lado, y por otro algo de
fealdad y cutrez. El Lumbini complejo espiritual es mitad parque, mitad
solar. Es una zona algo pantanosa y boscosa y está plagada de
mosquitos, está a medio construir y algunos de los edificios son como
cutres.
El día 18 de noviembre me dirigí al centro de Vipassana, que estaba
situado en el peor lugar posible de Lumbini: justo a su principio, junto
a la parada de autobuses, taxis y motocicletas y anexo a un gran y
ultrarruidoso motor para generar electricidad. Además, el centro es de
arquitectura cochambrosa de ladrillo y cemento. Menos mal que tiene un
estanque con lotos, zona ajardinada, arbolitos, cuervos y murciélagos
gigantes.
Fue muy duro, pero conseguí soportar los diez (realmente once) días
del curso de meditación. Estuve a punto de abandonarlo, me faltó un
poquito de nada, pero aguanté. ¿Qué es más duro, ir y volver del Everest
en 25 días de largo caminar o estar 10 días sentado en el suelo
intentando no moverte y pensando en nada? Para mi, sin duda, la
meditación. Vereis porqué.
Vipassana significa en la lengua
pali, la que se hablaba en India hace 2.500 años,
ver las cosas tal como son. Esta técnica de meditación fue desarrollada por
Siddharta Gautama, el
Buda y fue la que le permitió, tras años de silenciosa y dura meditación, alcanzar la iluminación, o
nirvana, la sabiduría suprema, el desapego a todas las miserias del mundo, y por ello conseguir romper la cadena de reencarnaciones.
La meditación consiste en observar el propio cuerpo de forma sistemática
e incansable. Y es esto, y solo esto, lo que el Buda enseñó a sus
discipulos. Así que el buda no enseñó ninguna religión, ningún rito,
ninguna creencia, dogma o idea fuera de la de
obsérvate a ti mismo y se ecuánime y un poquito sensible e inteligente.
(Por cierto y para quien no lo sepa, un
buda no
es un dios, es una persona que ha alcanzado la iluminación, así que un
templo con cientos o miles de budas no representan uno o centenares o
miles de dioses, sino a aquellas personas que han alcanzado la
iluminación. El budismo es ateo, no tiene dios o dioses, aunque
claro,... la iconografía resulta engañosa).
La meditación se basa en tres principios:
impermanencia, eliminación del sufrimiento y eliminación del ego, pero el principio fundamental es el de la
impermanencia,
que el meditante debe experimentar siempre: todo cambia constantemente,
nada es permanente, nada es para siempre. Pero para poder entender la
impermanencia hay que seguir de forma estricta y diligente las virtudes
de la moral, la concentración y la sabiduria.
El curso es una entrada por la puerta grande de la meditación. Quizás
quien haya intentado meditar, le haya dedicado media hora hace dos
meses, veinte minutos la semana pasada y ayer solo un cuarto de hora
porque llamaron por teléfono. Aquí la cosa va en serio. Al llegar al
curso hay que dejar en una consigna todos aquellos objetos que puedan
desviar la atención: ordenador, cámara, teléfono, libros, cuadernos,
bolígrafos, lapiceros de colores. Durante los diez días que dura el
curso no se puede hablar con nadie, tan solo si hay alguna duda, con el
profesor. Tampoco se puede mirar a nadie a los ojos, hay que actuar como
si se estuviera solo.
El horario es muy esclarecedor: la campana sonaba a las cuatro de la
madrugada para estar en la sala de meditación a las cuatro y veinte, y
nos daban las buenas noches a las nueve. En todas estas horas había una
hora y media para desayunar y descansar a las seis y media de la mañana,
dos horas para almorzar y descansar a las once de la mañana, y una hora
para merender/cenar a las cinco de la tarde. Durante la jornada lo
normal era parar cinco minutos cada hora para estirar un poco los
doloridos cuerpos, pero había tramos de una hora y media o de dos horas
seguidas de meditación.
La comida no era muy variada, todos los días se almorzaba y cenaba lo
mismo, el desayuno iba cambiando, pero cada día era peor... un
cuenquecito de lentejas picantes para desayunar no es lo que más me
suele apetecer, pero en fin, aquello era exactamente una prisión
meditativa.
El primer día de meditación había que concentrar toda la atención en la
respiración, todo pensamiento debía ser eliminado para centrarse tan
solo en el proceso respiratorio. El segundo día se afinaba un poco más y
había que concentrarse tan solo en las sensaciones de la respiración en
el área de entre el labio superior y la nariz, sintiendo el aire pasar.
El tercero la concentración debía centrarse tan solo en la sensación
del paso del aire por el borde de los orificios de la nariz. Este
proceso de afinación va dirigido a sensibilizar cada vez más la mente
con las sensaciones sutiles del cuerpo porque el cuarto día comenzaba la
autentica técnica Vipassana: había que ir recorriendo con la mente de
forma concentrada e incansable cada punto de la superficie del cuerpo,
desde la cabeza a los pies. No había que dejarse nada fuera y había que
sentir cualquier sensación por leve que fuera: calor, frío, tensión,
temblor, agitación, roce... Cuando se llegaba a una parte del cuerpo
donde se tenía una clara sensación se pasaba rápido a otra parte, pero
si no se sentía nada, había que mantener la concentración hasta dos
minutos. Las sensaciones había que observarlas con total ecuanimidad,
sin involucrarse con ellas, fueran agradables o desagradables. Si surgía
una sensación en otro lugar del cuerpo, normalmente un dolor o un
picor, no había que atenderlo hasta que le llegara su turno. Si cuando
se llegara a ese lugar persistía la sensación, se observaba, si había
desaparecido, pues adios muy buenas.
A partir del cuarto día además había que estar totalmente inmóvil, como
una estatua, una hora tres veces al día, para profundizar aún más en la
meditación y para fortalecer la voluntad.
En los días sucesivos se
iba refinando la técnica de meditación. Al principio se iba observando
cada zona del cuerpo por partes, pero luego, si era posible, se debía
hacer de forma continuada, como un barrido ininterrumpido por todo él:
cabeza, cara, hombro, brazo y mano derecha, hombro, brazo y mano
izquierda, cuello, pecho, abdomen y gitanales, nuca, espalda y
bullarengue, pierna y pié derecho, pierna y pié izquierdo.
Más tarde la técnica continuaba haciendo el barrido mental de arriba a
abajo y luego de abajo a arriba, sin saltarse ninguna parte del cuerpo.
Después había que meditar en las dos mitades del cuerpo de forma
simétrica, de arriba a abajo y de abajo a arriba.
Para meditantes avanzados la técnica seguiría examinando el interior
del cuerpo, cada órgano, cada parte, cada milímetro cúbico, hasta poder
explorar el cuerpo en su totalidad.
Siddharta Gautama llegó a profundizar más allá de los átomos y dijo que el universo está formado por unas partículas ultraminúsculas llamadas
kalapas, que a su vez forman las partículas subatómicas. Estos
kalapas son la agregación de las características de la materia, y tan pronto se forman, desaparecen, un trillón de cambios de los
kalapas son el parpadeo de un ojo, y como es que los
kalapas cambian
a cada instante, los átomos cambian a cada instante, toda la materia
está en proceso continuo de cambio, la vida, el universo, todo cambia
constantemente desde su más profundo origen. Por ello nosotros, tras un
instante, ya somos otros, el ego, el apego no tiene sentido, todo cambia
sin parar, lo que en un momento o bajo unas circunstancias nos resulta
agradable, después nos puede paracer indeseable.
Se alcanza la sabiduría examinando el propio cuerpo porque todo lo
que sabemos del universo, de los demás, todo, es porque pasa por
nuestras sensaciones. Cuando tenemos un anhelo, un problema, una
tensión, un recuerdo, cualquier sensación, provoca inmediatamente un
cambio en nuestra respiración y nos provoca una reacción en nuestro
cuerpo. Así, observando incansablemente nuestras reacciones, de forma
ecuánime y dándonos cuenta que todo cambia, vamos desactivando nuestro
problemas, nuestras tensiones, vamos ganando en tranquilidad, en
equilibrio, en inteligencia porque la observación de cada reacción de
nuestro cuerpo es la anulación de una atadura, de un problema, de una
miseria.
A estas alturas de la narración pensaréis que yo ya debo estar
camino del nirvana. Pues no amigos, estoy más o menos donde estaba,
aunque algo más dolorido.
Según llegué el primer día a la sala de
meditación y me senté cruzando las piernas sentí un agudo dolor en mi
tobillo derecho. Me había hecho un esguince el penúltimo día de
excursión al Everest y había seguido caminando; luego continué de
excursión por las regiones de Helambu y de Langtang y no paré hasta que
llegué al curso de Vipassana. En Kathmandu fui a un spa para que me
masajearan el tobillo, pero solo me lo acariciaron.
Así, con el esguince todavía en mi tobillo, el estar con las piernas
cruzadas me resultaba de lo más doloroso y solo aguantaba unos diez
minutos antes de tener que cambiar. Sucede que esta posición de
meditación, para aquel que está acostumbrado, como le sucede a la
mayoría de los habitantes de Asia, es la postura más cómoda, y todas las
demás son peores. Si para mi poco flexible cuerpo el estar así sentado
ya era todo un reto, imaginad con el esguince. Y cada postura
alternativa que intentaba era menos dolorosa, pero más incómoda y peor
para la salud de mi cuerpo. Así, según fueron pasando los días me iba
acostumbrando más a la posición de meditación y el tobillo me iba
doliendo menos, pero a la vez la espalda me iba doliendo más.
Lo peor llegó cuando a partir del cuarto día había que estar una hora
sin moverse... yo que apenas aguantaba diez minutos... La primera vez
aguanté la hora entera pero con grandes dolores de póm-pís y de espalda:
no lo hice en posición de meditación (imposible) sino sentado
agarrándome con los brazos las rodillas. Pero por la tarde y al
anochecer ya fue imposible por lo dolorido que tenía el cuerpo. Al día
siguiente, al intentar de nuevo no moverme durante una hora en una
posición muy incómoda, me acabé contracturando la espalda, uno de los
músculos saltaba tanto que parecía que se quería volver a casa volando.
Así que al día siguiente y entre grandes dolores de espalda, de
articulaciones, de tobillo, de bulla y de todo, pensé que abandonaba el
curso: llevaba un día entero sin meditar ni un segundo atormentado con
los dolores. Le dije al profesor si por favor, me podía apoyar en la
pared, pero al principio no me entendió y luego me dijo que mejor lo
dejara para el día siguiente.
Pero entonces, en cada descansito, empecé a hacer ejercicios de yoga
centrados en la espalda y esta dejó de dolerme tanto y pude aguantar
hasta el final del curso, aunque seguí moviéndome más que un rabo de
lagartija.
Con tantos dolores e incomodidades mi meditación no fue
muy.... profunda. Hablando con otros compañeros al finalizar el curso,
casi todos ellos las pasaron canutas, pero yo debí de ser el más
dolorido y menos aplicado de los alumnos. Aunque sí que conseguí meditar
a trompicones, primero en la respiración y luego en el cuerpo, la mayor
parte del tiempo la pasé con la mente flotando en los mundos de yupi o
pensando en cambiarme de posición para evitar los dolores que iban
apareciendo por buena parte de mi cuerpo. Y creo que si pude meditar en
mi cuerpo un poquito fue porque lo tenía tan dolorido que era muy fácil
sentirlo.
Llegué a la conclusión de que si el buda hubiera nacido en España habría
hecho la meditación en un sofá, en una tumbona o al menos, en un
taburete de mimbre.
Cada día, además de la meditación, nos ponían un
video del profesor Goenka, un hindú nacido en Birmania, y que es el
señor que ha vuelto a difundir la técnica
Vipassana, que había
quedado recluida en un par de monasterios birmanos mientras en los
últimos 2.000 años el budismo evolucionaba desde una técnica de
meditación a un sistema religioso, perdiendo su efectividad para
alcanzar la iluminación. Cada tarde se nos explicaba cómo debía ser la
técnica de meditación para el día siguiente y nos contaban distintos
detalles de la forma de vida que implica el
Vipassana. También en muchas fases de la meditación se acababa con una grabación sonora del profesor Goenka recitando o cantando en
pali las
enseñanzas del buda. El señor Goenka, que en sus discursos era muy
gracioso, cuando cantaba lo había tan mal que a mi me ponía los pelos
como escarpias. Lo peor era de seis a seis y media de la mañana, más de
media hora de cantos de voz ronca y entrecortada que parecia que nunca
iban a acabar. Creo que a este señor nunca nadie le dijo lo mal que
cantaba (como me lo encuentre yo un día, se va a enterar).
Y así
pasaron los once días de meditación. El último ya se podía volver a
hablar con los compañeros. Al principio me daba pereza abrir la boca
pero desde que lo hice no paré de hablar, estaba desbocado. Resultó que
había en el curso dos barceloneses, un chileno y un italiano que sabía
castellano y estuvimos charlando de forma desenfrenada.
Tras abandonar el curso de
Vipassana aún
me quise quedar un día más para terminar de visitar la extravagante
tierra de Lumbini y para pasar la noche me fui al monasterio coreano, un
lugar horripilante de cemento donde daban alojamiento y tres comidas al
día por tres euros. Allí me alojaron compartiendo habitación con dos
compañeros del curso, uno alemán y otro francés y los tres nos queríamos
dirigir al día siguiente a Benarés.
A pesar de lo horripilante del monasterio coreano, las ceremonias del anochecer y del amanecer, con los monjes cantando
guán-chín-chún-tán-guán-chuán
o así, y tocando una campanaca y luego un cuenco de madera, y el templo
solo iluminado por velitas de grasa, era algo impresionante.
Así que
para no perder la práctica, a la mañana siguiente me levanté a las
cuatro y media de la mañana para ver la ceremonia, luego meditar una
horita de nada y finalmente desayunar arroz con arroz, más un poquito de
té.
Tras esto, recogí mis pertenencias y con mis dos amigos y
otra chica, también del curso de meditación, nos fuimos camino de la
frontera de India dirección a la sagrada Benarés. Historia que contaré
en otro capítulo, que se me acaban las letras por hoy.
Y para que no todo resulte palabrería, aquí van unos
FOTACOS.
PD:
Ir al curso de Vipassana y luego no seguir meditando por el resto de tu
vida no tiene sentido. La recomendación es hacerlo dos veces al día,
una hora cada vez, a la mañana y a la tarde. Yo sigo meditando, pero lo
sigo haciendo igual de mal.